lunes, 28 de mayo de 2007

Reencuentro

Me despedí de Zimmer aquella noche y a la mañana siguiente metí las pocas cosas que poseía en mi mochila y me fui a casa de Effing. El azar quiso que no volviera a ver a Zimmer hasta trece años después. Las circunstancias nos separaron, y cuando me lo encontré por casualidad en la primavera de 1982 en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan, había cambiado tanto que al principio no le reconocí. Había engordado entre diez y quince kilos, y mientras caminaba con su mujer y sus dos niños, me fijé en su aspecto completamente convencional: la panza y la calvicie incipiente del comienzo de la madurez, el aire plácido y distraído del padre de familia veterano. Ibamos en direcciones opuestas y nos cruzamos. Luego, de repente, oí que me llamaba. Eso de encontrarse casualmente con alguien del pasado es algo que me ocurre con frecuencia, supongo, pero ver a Zimmer me removió todo un mundo de cosas olvidadas. Casi no me importaba saber qué había sido de él, que estaba enseñando en una universidad de California, que había publicado un libro de cuatrocientas páginas sobre el cine francés, que no había escrito un poema desde hacía más de diez años. Lo importante, simplemente, era que le había visto. Estuvimos parados en aquella esquina hablando de los viejos tiempos durante quince o veinte minutos, luego él y su familia se fueron corriendo a dondequiera que fuesen. No he vuelto a verle ni a saber de él desde entonces, pero sospecho que la idea de escribir este libro se me ocurrió por primera vez después de ese encuentro hace cuatro años, en el preciso momento en que Zimmer desapareció calle abajo y le perdí de vista otra vez.

El palacio de la Luna, Paul Auster.

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